Ilustración: Irian Carballosa
Tengo una cicatriz. Me quedé dormida, abrí los ojos con la misma velocidad con que agarré un cubo de agua hirviendo. Resbalé. Desde entonces no me desnudo tan fácil. Antes, convivía con otras mujeres en becas y enseñar mi cuerpo era un acto natural. Ahora tengo miedo. Desnudarme para mí era un acto de reafirmación, de contentamiento, de seguridad. Después de la cicatriz, todo ha sido diferente.
Cinco de la tarde, mes de julio, año 2015, playa Santa Lucía. Marta, una amiga de viaje, me pide darnos un chapuzón en el mar. Accedo. Tomo la toalla, el camisón, las gafas y entro al agua salada con el traje de baño que me invento. Me siento cubierta. Realmente es mi mente quien se siente cubierta. Pasan 23 minutos y me abruman las olas. Salgo, tomo la toalla, ajusto el camisón y sigo con las gafas. Siento la mirada de alguien. Una mujer se acerca e intenta flirtear, le retribuyo el guiño.
Ella se acerca al área de enjuague, suelta su vestido a un lado y queda en unos biquinis finísimos. Yo quería acompañarla, les juro. Quería disfrutar la picardía de ver a una mujer enjuagarse la sal y el sol bajo un chorro tremendo de agua. Ella siguió mostrando su interés y mostró, también, la parte de su cuerpo que creyó más sexy. Ella es una mujer negra, con dreadlocks, gorda y con un swing único. Yo alguien que mira y no se atreve a acompañarla por miedo a mostrar una cicatriz que cubre el costado derecho de mi cuerpo. Se fue y no supe su nombre.
Hay un cambio de coloración entre mi panza y el costado derecho de mi espalda que es el resultado de pomadas diarias para las marcas de la cicatriz. Mis amistades que viven fuera de Cuba me han facilitado en cada uno de sus envíos: Cicapost de Isdin, aceite corporal Gold Radiance, Ciclapast Gek Lavant B5. Mi abuela durante estos años ha hecho incontables y agotadoras colas en la farmacia para que no me falte Hebermin. Mis segundas sábanas tienen una mancha producto de las cremas. He sufrido la persistencia de eliminar una cicatriz que no se va. Sé que mi madre sufre. Por una hendidura de la ventana, cada vez que vengo a casa, me mira frente al espejo. Es una parte de mi cuerpo que no solo representa el dolor de lo que fue una quemadura profunda de espesor parcial, o los 24 días que demoró en cicatrizar, sino un trauma: tengo miedo a desnudarme.
Hace dos años me invitaron a un evento que culminaría en una piscina. No fui. El solo hecho de imaginar mostrar parte de mi cuerpo —no uso biquinis y en la mayoría de las piscinas es obligatorio— anuló todos mis deseos de participar. Serían dos días de intensos debates, iba como panelista a una mesa de opinión sobre Desafíos y derechos desde la comunicación para las personas no heteronormativas. Una oportunidad gratificante que no pudo ser por mi miedo. La primera vez que fui a Matanzas a un evento casi similar, aunque solo figuraba como participante, recuerdo que una de las preguntas sutiles que hice a la organizadora fue ¿hay alguna actividad extra? ¿debo llevar algún tipo de ropa especial? A su respuesta de NO, enrumbé 371.5 kilómetros durante 4 horas y 26 minutos, mientras el otro evento, era solo a unas cuadras de mi casa.
En espacios públicos como los que les comenté, siento temor; en lo privado siento vergüenza. La vergüenza absurda a la que, durante los últimos 10 meses de confinamiento impuestos por COVID-19, he tenido que sobreponerme. Escucho historias de mis amigues que practican sexting con sus parejas cuando están a distancia o con conocidas con quienes empiezan a relacionarse desde el sexo. Yo poco he podido hacerlo con plenitud. No he logrado enviar una foto de cuerpo entero. Quien me conoce pudiera decir que soy una mujer valiente, decidida, desinhibida. Tal vez, en algunos contextos parezco todo eso. Pero una es el resultado también de sus miedos, de sus vergüenzas, de sus traumas todos. No he sido lo suficiente plena y creo que reconocerlo en este texto me alivia de cargarlo por más tiempo.
Vivimos una realidad caótica. El mundo está diseñado para las no-cicatrices. En mis búsquedas desesperadas en Internet para solventar la escasez de las cremas, puedo encontrar más de un billón de coincidencias y dos mil sitios que aparecen en menos de tres segundos cuando colocas la frase “crema para cicatrices”. San Google, las grandes empresas cosméticas y farmacéuticas, más allá de lo medicinal han hecho, como siempre, del trauma un negocio. Se han construido sociedades en las que tener una cicatriz por quemadura, como la mía, es sinónimo de anulación.
No es lo mismo el signo de cuidado que el de mercantilización. No era consciente de cuán victimaria había sido de mi cuerpo. Les confieso algo más. Hoy he estado desnuda observando con orgullo una cicatriz que cubre el costado derecho de mi cuerpo y le he pedido perdón.
Publicado primero en Q de Cuir
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