El costado derecho de mi cuerpo

Ilustración: Irian Carballosa

Tengo una cicatriz. Me quedé dormida, abrí los ojos con la misma velocidad con que agarré un cubo de agua hirviendo. Resbalé. Desde entonces no me desnudo tan fácil. Antes, convivía con otras mujeres en becas y enseñar mi cuerpo era un acto natural. Ahora tengo miedo. Desnudarme para mí era un acto de reafirmación, de contentamiento, de seguridad. Después de la cicatriz, todo ha sido diferente.

Cinco de la tarde, mes de julio, año 2015, playa Santa Lucía. Marta, una amiga de viaje, me pide darnos un chapuzón en el mar. Accedo. Tomo la toalla, el camisón, las gafas y entro al agua salada con el traje de baño que me invento. Me siento cubierta. Realmente es mi mente quien se siente cubierta. Pasan 23 minutos y me abruman las olas. Salgo, tomo la toalla, ajusto el camisón y sigo con las gafas. Siento la mirada de alguien. Una mujer se acerca e intenta flirtear, le retribuyo el guiño.

Ella se acerca al área de enjuague, suelta su vestido a un lado y queda en unos biquinis finísimos. Yo quería acompañarla, les juro. Quería disfrutar la picardía de ver a una mujer enjuagarse la sal y el sol bajo un chorro tremendo de agua. Ella siguió mostrando su interés y mostró, también, la parte de su cuerpo que creyó más sexy. Ella es una mujer negra, con dreadlocks, gorda y con un swing único. Yo alguien que mira y no se atreve a acompañarla por miedo a mostrar una cicatriz que cubre el costado derecho de mi cuerpo. Se fue y no supe su nombre.

Hay un cambio de coloración entre mi panza y el costado derecho de mi espalda que es el resultado de pomadas diarias para las marcas de la cicatriz. Mis amistades que viven fuera de Cuba me han facilitado en cada uno de sus envíos: Cicapost de Isdin, aceite corporal Gold Radiance, Ciclapast Gek Lavant B5. Mi abuela durante estos años ha hecho incontables y agotadoras colas en la farmacia para que no me falte Hebermin. Mis segundas sábanas tienen una mancha producto de las cremas. He sufrido la persistencia de eliminar una cicatriz que no se va. Sé que mi madre sufre. Por una hendidura de la ventana, cada vez que vengo a casa, me mira frente al espejo. Es una parte de mi cuerpo que no solo representa el dolor de lo que fue una quemadura profunda de espesor parcial, o los 24 días que demoró en cicatrizar, sino un trauma: tengo miedo a desnudarme.

Hace dos años me invitaron a un evento que culminaría en una piscina. No fui. El solo hecho de imaginar mostrar parte de mi cuerpo —no uso biquinis y en la mayoría de las piscinas es obligatorio— anuló todos mis deseos de participar. Serían dos días de intensos debates, iba como panelista a una mesa de opinión sobre Desafíos y derechos desde la comunicación para las personas no heteronormativas. Una oportunidad gratificante que no pudo ser por mi miedo. La primera vez que fui a Matanzas a un evento casi similar, aunque solo figuraba como participante, recuerdo que una de las preguntas sutiles que hice a la organizadora fue ¿hay alguna actividad extra? ¿debo llevar algún tipo de ropa especial? A su respuesta de NO, enrumbé 371.5 kilómetros durante 4 horas y 26 minutos, mientras el otro evento, era solo a unas cuadras de mi casa.

En espacios públicos como los que les comenté, siento temor; en lo privado siento vergüenza. La vergüenza absurda a la que, durante los últimos 10 meses de confinamiento impuestos por COVID-19, he tenido que sobreponerme. Escucho historias de mis amigues que practican sexting con sus parejas cuando están a distancia o con conocidas con quienes empiezan a relacionarse desde el sexo. Yo poco he podido hacerlo con plenitud. No he logrado enviar una foto de cuerpo entero. Quien me conoce pudiera decir que soy una mujer valiente, decidida, desinhibida. Tal vez, en algunos contextos parezco todo eso. Pero una es el resultado también de sus miedos, de sus vergüenzas, de sus traumas todos. No he sido lo suficiente plena y creo que reconocerlo en este texto me alivia de cargarlo por más tiempo.

Vivimos una realidad caótica. El mundo está diseñado para las no-cicatrices. En mis búsquedas desesperadas en Internet para solventar la escasez de las cremas, puedo encontrar más de un billón de coincidencias y dos mil sitios que aparecen en menos de tres segundos cuando colocas la frase “crema para cicatrices”. San Google, las grandes empresas cosméticas y farmacéuticas, más allá de lo medicinal han hecho, como siempre, del trauma un negocio. Se han construido sociedades en las que tener una cicatriz por quemadura, como la mía, es sinónimo de anulación.

No es lo mismo el signo de cuidado que el de mercantilización. No era consciente de cuán victimaria había sido de mi cuerpo. Les confieso algo más. Hoy he estado desnuda observando con orgullo una cicatriz que cubre el costado derecho de mi cuerpo y le he pedido perdón.

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Salir del clóset dos veces

De sentir a ser un hombre hay una línea muy fina que nada tiene que ver con gestos, poses o ropa. Ser un hombre para Ross es más que eso.

Ross Sabido

Fueron varias las veces que Ross Sabido Soto escondido en el cuarto de su casa en Camagüey se vistió de niño. Entre la gorra y la pose, se las arreglaba para fantasear delante del espejo sobre lo que quería ser cuando fuera grande. Los gritos de su madre ante aquella gorra robada y el asombro de las “ocurrencias” de su niña, la llevaron una y otra vez a decirle: “Rosmery, esas cosas son de varones”.

Por aquel entonces, su papá le cambiaba el nombre en forma de jarana y le llamaba con cualquier apodo masculino. Sus 1,53 metros de altura le hacían parecer al pequeño Peter Pan e incluso el cambio consciente de “nene” por “nena” parecía un juego. Un simple juego.

Sus cursos en la especialidad de teatro en la Academia de las Artes “Vicentina de la Torre” le llevaron a interpretar no solo lo que correspondía por la docencia sino que era una ´niña´ común y corriente, aunque en verdad no lo fuera. Cuando decidió llevar novia a la casa, aquel jueguito del “nene y nena” se convirtió en molestia.

“Estuvimos a escondidas, tú sabes, porque la gente, la familia siempre mira mal. Pasamos unos dos años sin decir nada a nadie, hasta que a los 17 años salí del clóset como va. Ese día toda la familia supo lo que en la escuela ya sabían: Rosmery es lesbiana”.

“Debo decir que no experimenté rechazo de mis amistades. De cierta forma era algo que en mí se notaba, solo faltaba decirlo. En mi familia fue complicado — hace una pausa al escribir en el chat — pero no llegó a extremos, ni me echaron de casa ni nada parecido. Los insultos vinieron, claro, aunque ninguno justificado”.

“De cierta manera se acostumbraron, seguí siendo yo, pero en vez de traer a casa a novios, llevaba novias. Hasta ahí todo bien. Incluso, mi familia siempre se relacionó adecuadamente con mis parejas.”

Ya no es antes

Lo que queda de aquella muchacha es solo la inscripción del registro que acredita a les niñes que nacen, sin saber futuros y decisiones. Pura nomenclatura que resolvió acortándolo con las tres primeras letras.

“La primera vez que me puse una camisa ya de mayor, me sentí raro, nervioso. Tenía miedo de vestirme masculino, porque no es lo mismo hacerlo de pequeño como un juego que asumirse así de mayor.

“Sin embargo a mis amistades no les molestaba. Tenía un amigo que me apoyaba en todo. Así fui, poco a poco, añadiendo más cosas. Me corté el pelo y fue un tránsito despacio, aunque lo que estaba dentro de mí iba corriendo.

Me sentía niño, sí, pero la mayoría de las personas que son como yo no salen del clóset no solo por el miedo a la sociedad, sino al rechazo de las personas que son importantes para ti. No quieres ver a nadie sufrir.

“Estaba tan cansado que un día le conté la verdad a todos. Les dije: ‘me siento hombre’, y un silencio se llevó todas las bocas del salón. Lo que podría haber sido un momento conmemorativo para mí, se convirtió en pregunta y caos. Di todas las explicaciones que pude, la verdad no tenía deseos de más.

“Salí como un desquiciado del momento incómodo y jugué un partido de fútbol en el teléfono para socavar el mal rato y, pareciera que nada había sucedido al cabo de media hora, pero no volvieron a hablar.

“Llevaba una vida donde fuera de casa era completamente tratado como un chico. Cuando llegaba a la casa de mi abuela me quitaba la gorra, porque no le gustaba. Te digo más, en mi familia no lo asumen todavía.

De sentir a ser un hombre hay una línea muy fina que nada tiene que ver con gestos, poses o ropa. Ser un hombre para Ross es más que eso.

“La cuestión es que no se trata de hacerte, como si fuera un juego, del sexo opuesto. La identidad, el verdadero yo pasa por sentirlo, por estar convencido. Lo segundo es enfrentar los miedos que, en ocasiones, son muchos. La familia, a veces, hace más daño que cualquiera. Para mí, ser quien soy hoy, ha sido lo mejor. Ahora me siento cómodo conmigo mismo”.

“Te cuento algo muy serio. No fue hasta los 23 años que lo decidí libre, consciente y felizmente. Un día, una chica que era mi novia me dio ese bendito empujón final”.

“Siempre me sentí así, pero nunca me atreví a manifestarlo. Ella comenzó a tratarme como chico. Al principio se me hacía extraño pero luego comencé a sentirme cómodo. Digamos que ella vio dónde otros no vieron o no querían ver.

Hay ciertos empujones que cambian la vida y, en el caso de Ross le cambió completa. Nuevos prismas le harían redescubrir “lo que estaba delante de sus ojos y no veía”.

“Al principio era complicado, porque te dices a ti mismo que no está bien, pero no son más que barreras mentales que la propia sociedad ha construido”.

“Hubo insultos, miles. ‘Tú conmigo no sales así’, ‘al lado mío no te pares’, ‘no cuentes con que te voy a comprar esa ropa’”. No se trataba solo de comprar ropa como el juego repetido de la infancia. La frase “no puedes ser niño porque naciste hembra. Y eso no se puede cambiar” era el colmo de la incomprensión de su familia.

Ross sabe que su historia es la de muchas personas trans que cada día enfrentan la crítica o burla de la sociedad, pero también de su familia o amigues. “A esto súmale el horror que les dio cuando hablé de quitarme los senos. Traté de decirles que no los sentía parte de mí.

“Siempre dicen que debes quererte tal y como eres y con todo lo que tengas, pero son hipócritas, porque cuando tienen enfrente a alguien que quiere ser realmente como es, entonces excluyen.

“Yo me acepto tal y como soy. No me odio por ser un chico en el cuerpo de una mujer. Incluso, no he pensado en el cambio genital. Eso no define nada, aunque para algunos sí.

El Estado de Navarra, España, ha acogido a Ross para hacer una nueva vida. Los comienzos siguen siendo duros. Como todos, tiene que trabajar y ganarse la vida. En esta nueva escena tiene el papel de camarero de bar y de salón.

“Todavía no tomo nada hormonal, pero está en proyecto. La vida de hostelería es una locura. Trabajo mucho. Y bueno, ahora con esto del coronavirus todo se retrasa, pero en algún momento será.”

Puede que la vida de Ross no sea de alfombra roja o grandilocuente. No necesita hacer piruetas para mostrar una vida de reinicios para sentirse a gusto. Puede, además, que sea una historia más como la de miles de personas trans en todo el mundo. Pero hoy, nos detendremos en él para visibilizar la verdadera simpleza de lo extraordinario.

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Pipo, ¿cómo fue que te hiciste maricón?

A Enrique Parejo González, por la luz

Foto: Iracema Díaz

Mi abuelo es maricón. Lo supe cuando tenía nueve años y desde entonces siento que le debo muchas cosas. No sabría enumerarlas o decir cuáles. Aquí estoy, debiéndole ser quien es y no, específicamente, ser quien soy.

Hay una historia confusa en mi familia. Unas cuantas escenas censuradas bajo el subtítulo del “error tremendo de mi abuela al casarse y tener dos hijas con un tipo así” y “el escándalo al enterarse que Parejo está con un hombre y nadie quiere decirle que su marido anda en esas cosas”.

De esto ya han pasado más de 50 años y parece que el casete tiene una mejor reedición, pero ni tanto. Hace dos meses fui a casa de mi abuelo y en medio de una conversación — de lo mala que se ha puesto la cosa y de lo perdida que está la pastilla de la presión — , le pregunté como en Fresa y Chocolate: “¿Pipo, cómo fue que te hiciste maricón”?

Me miró sorprendido y, luego, en esa complicidad entre nieta y abuelo me dijo: “En el servicio militar. Ahí conviven muchos hombres y fue cuando empecé a verlos sexualmente. Siempre me gustaron los muchachos, desde chiquitico”.

En la familia Parejo, marcada por las viejas normas de la Neorepública y educada por José Parejo Moré (Lolo), un teniente de Batista, difícilmente te podías salir del molde. “Imagina que papi siempre me tenía castigado. Él una vez me agarró dándole un beso en la boca a un vecino.

“Casi me obligó a casarme con una mujer y cuando llevé a tu abuela a la casa vio los cielos abiertos. Antes de eso ya yo había tenido relaciones con algunos hombres pero siempre a escondidas”.

“Siento que al principio engañé a tu abuela. No era mi intención pero me sentí obligado. A estas alturas jamás lo hubiera hecho aunque tuviera un cuchillo en la garganta. Pero después que nació Mirlita, tu mamá, la cosa cambió”.

“Tenía la extraña sensación de ser papá y eso es algo muy fuerte. Es el amor hacia una persona que te cambia la vida y, además, la complicación de estar atado a una mujer con la que estás casado y no eres feliz”.

“Yo conozco gente que se ha pasado la vida así, fingiendo ser y tener una familia de plastilina. Es muy difícil mantener el circo. A punto de divorciarme y cuando le conté a tu abuela, luego de muchas luchas internas por definir mi futuro, llegó Marla, tu tía, y se me enredó más la cosa”.

“Ahora la gente usa términos muy románticos para definirse. Eso de gay es muy americano. Yo soy maricón. Un tipo que disfruta su sexualidad con otros hombres y que también come ensaladas en vez de pan, hace unas colas interminables para comprar cualquier cosa y soy tu abuelo mija, tu abuelo orgullosamente maricón”.

***

Mi madre vivía con el recelo de con quién yo jugaba o pasaba tiempo. Si eran niñas, pues cada una hora merodeaba el lugar. El miedo que asfixia a una niña de nueve años. El puto miedo a que se me pegara la homosexualidad de Pipo como si fuera algo contagioso.

Desde esa edad lo miro (a mi abuelo) con otros ojos y casi siempre — en rebeldía a las órdenes — he hallado en él una suerte de paradigma. A la frase “él es un buen hombre” le añadían “sin embargo”. Desde hace tiempo empecé a darme cuenta de esa manera de referirse a él.

Recuerdo que no me dejaban estar sola en su casa porque “ahí entra mucha gente y las niñas no deben estar en lugares así”. Lo triste es que ese lugar era la casa del hombre que se desvivía en comprarme los dulces más ricos del mundo.

No podía, tampoco, sentarme sobre sus piernas. Todo era muy restringido: horarios, supervisión de mi tía o mami, no subir al segundo piso, no sentarme en la cama, evitar saludar a sus “amigos”, no tomar agua empinándome de los pomos…

¿Dónde quedaba aquello de “él es el mejor de todos los abuelos” si a cada paso había una prohibición? Aunque mi mamá siempre fue más desprejuiciada, del “temita” muy poco se hablaba.

Con el miedo a que la historia se repitiera, mi hermano desde los 6 años juega pelota, futbol y hasta en karate lo metieron. No le permitían llorar si se caía o cuando se fajaba. Yo, por otra parte, tuve esas raras muñecas de papel “cuquitas” y demasiada ropa rosada. ¡Y aquí me ven, tortillera!

***

La niña que una vez fui creció y empezó a cuestionar lo sesgado de una relación que debió ser sin fobias. Rechacé, durante años, los segundos planos reservados para un hombre que quiso ser feliz antes que vivir un paripé.

Siento que lo que le debo, tal vez, es la admiración de anteponerse a la homofobia de una ciudad que fue viéndolo como un enfermo mental, como el maricón que salió del clóset y avergonzó a sus dos hijas, como el tipo que entra y sale de su casa con personas diferentes y el viejo que vive con dos hombres de más.

¡Coño, mi abuelo es un bizarro!

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Los exorcismos absurdos de un evangelio marchito

lustración de Yaimel López (@yaimel1983)

Si digo “Mónica ha sido secuestrada”, sería un perfecto titular para alarmar a quienes leen, pero si cambiamos un tanto la oración y decimos “A Mónica le secuestraron la fe”, probablemente les importaría muy poco.

A Mónica Gordillo Rodríguez, una joven de 29 años, le fueron sustrayendo, segundo a segundo, parte de su alma y esto sí que es alarmante. Entonces, hemos de saber que su historia parece una novela de Truman Capote.

***

Mónica estaba nerviosa. Memorizó un poema que leería ante más de 400 personas. Quería que nada le saliera mal en la Conferencia Distrital 2020 de la Iglesia Metodista en Cuba de Morón, en Ciego de Ávila.

Se puso un vestido como le exigió el pastor para ese 14 de febrero de celebración, aunque para no desentonar consigo misma lo acompañó con un par de botas de cuero que usa en los momentos importantes.

“Estaba emocionada”, confiesa, “pero esa emoción se convirtió en espanto cuando escuché a Ricardo Pereira hacer un llamado a orar por la conversión de las personas homosexuales.”

El obispo metodista podía haber hecho un llamado a la reconciliación o al arrepentimiento por ser altaneres, chismoses y arrogantes, pudo haber sido un llamado a tantas cosas, pero no. La locura del emperador wesleyano cubano tiene nombre, se llama terquedad homofóbica.

Mónica cuenta que en ese momento, los ojos de sus conocides empezaron a ser como cuchillos contra su cuerpo y la hicieron tragar en seco, con ese amargor que produce la impotencia.

“La gente de la Iglesia no conoce mucho sobre mi vida privada. No le doy explicaciones a nadie. Siempre se han imaginado que soy lesbiana, pero nunca nadie se ha atrevido preguntarme. A lo que con gusto diría que sí”, asegura.

Al llamado del obispo respondió la madre de K — un niño al que llamaremos así para proteger su identidad — , quien desde el fondo del templo hizo que su hijo caminara hasta el altar.

Mónica explica que por un momento sintió alivio, porque aquello que le hacían al adolescente de 14 años, podían fácilmente haberlo hecho con ella.

“El obispo, con energía y prepotencia, tomó aceite para ungir y balanceó a K de un lado a otro como si un bicho raro fuera a salirle del pecho. Los hermanos encargados en el salón estaban atentos a si caía al suelo [porque] ese sería el símbolo de que Dios lo había ‘curado’”. Pero él afincó bien los pies.

La joven recuerda que el Reverendo Carlos Pérez, superintendente de la provincia, “tomó el micrófono y casi a gritos, como quien quiere espantar algo, vomitó el texto de 1 Cor 6:9–10. La palabra afeminado y la frase no entrarán en el Reino de Dios los que se echan con varones retumbaron con espanto en nuestros oídos”.

Quizás ese fue el detonante para que, sin pensarlo dos veces, Mónica se parara junto al adolescente. Se paró, confiesa, “porque aquello era demasiada violencia hacia el adolescente por parte de su madre, del obispo y de la iglesia que se convertía en cómplice”.

Cuenta que en el altar había alrededor de 20 personas imponiendo las manos y también la ira sobre la cabeza de K y la suya. “Más que cualquier oración sentí el odio y la incomprensión. Sentimos miedo, mucho miedo”, dice.

Sin embargo, fue en ese momento que Mónica alcanzó su límite y en medio de todas aquellas personas, de los hermanos encargados de la mayordomía, de la madre de K y del mismísimo obispo, le tomó las manos al adolescente y salió de aquel circo “sacrosanto”.

Según Mónica, no era la primera vez que algo como eso sucedía en la iglesia, donde hacía unos meses habían visto una historia similar y relacionada directamente con el propio K.

“Él había invitado a un muchacho que le gustaba para que le acompañara a un encuentro de jóvenes. Aquella noche el líder del grupo hizo el Túnel de la Unción”, una especie de puente que se hace colocándose en fila y uniendo las manos.

“En algún momento los dos quedaron solos debajo del túnel. El líder imaginó que eran novios y quiso sanarlos”, comenta Mónica.

Cuenta que “al amigo le hicieron levantar las manos una y otra vez, le echaron agua, aceite, brillo y cuanta parafernalia religiosa entendieron. Tal vez él no entendió del todo lo que allí se hizo, pero la vergüenza no se le va a olvidar nunca. No lo he vuelto a ver.”

La iglesia metodista Peter Knox, en Morón, ha practicado una violencia sistemática hacia personas LGBTIQ+ como Mónica y K.

La Iglesia Metodista en Cuba, como muchas otras, concibe la homosexualidad como pecado y enfermedad. En sus cultos se practican exorcismos con el fin de que quienes lo “padecen” puedan ser “curados por el acto milagroso de Dios”, un Dios que en su visión es igualmente homofóbico y que aprueba la discriminación hacia personas con sexualidades no hegemónicas.

Estos actos de exorcismos, que se utilizan para “echar fuera demonios” mediante la oración o la imposición de manos sobre las personas LGBTIQ+, son expresiones de una violencia espiritual que se ha perpetuado por una mala interpretación de las Escrituras.

Como resultado de esa violencia, miles de personas como Mónica, K y su amigo, son privadas sistemáticamente del beneplácito de la vida en abundancia que supone la comunidad de fe.

Les emperadorxs de la “verdad divina” les roban, domingo tras domingo, la libertad de ser genuines y de experimentar los beneficios de una iglesia que sana, incluye, abraza. Les condenan, por el contrario, a vivir sometides a un evangelio marchito a las sombras de una religión.

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Ser negra y lesbiana es una bendición

Ser mujer negra y lesbiana, con toda la carga que esto conlleva, es difícil, porque nuestra sociedad patriarcal, racista y lesbofóbica no nos perdona ser quienes somos.

La sociedad te obliga a ser y actuar de una manera. Conozco historias cercanas que son dolorosas. La forma en la que el racismo te hiere y te descoloca es brutal.

Recuerdo una noche de apagón, en 2001 cuando tenía ocho años, y estábamos la familia reunida alrededor de las velas. Parecía hasta un momento místico. Mi hermana, que es mayor que yo por unos 10 años, en forma de chiste unió sus manos para pedir algo a la luz. Estas fueron sus palabras: “Señor, solo te pido una cosa. No quiero ser negra ni tortillera”.

Sabrá ese mismo “Señor de la plegaria” por cuántas experiencias de racismo mi hermana pasó y por eso hacía chistes sobre lo que ella pensaba que era malo. Esto marcó mi vida para bien y para mal, y no fue hasta hace unos días que ese recuerdo vino a mí.

El racismo estructural ha sido el responsable de muchas de mis lágrimas

El racismo estructural ha sido el responsable de muchas de mis lágrimas, sobre todo a la hora de relacionarme con otras mujeres, porque aunque las mujeres negras, en la mayoría de los casos, hemos sido vistas como objeto de deseo, en el caso de las mujeres negras y lesbianas se nos considera como “algo malo”.

Fotos: Iracema Díaz

Recuerdo a la muchacha con quien descubrí que era lesbiana. Era una mujer blanca. Era mi amiga de la infancia, de la primaria, de la secundaria, del pre, de la iglesia y empezaba a descubrirme desde el orgullo de compartir mi sexualidad con otra mujer.

Sí. Fue la primera muchacha en mi vida. La primera de la que me “enamoré”. También fue la primera desilusión. Cuando ya casi todo estaba dicho entre nosotras y hasta parecíamos dos tortolitas, su padre un buen día le dijo: “esa negrita pelúa amiga tuya que no venga más a la casa. Yo no soy racista. Tengo amigos negros, pero los quiero de lejos”.

— Nótese que por aquel entonces ya usaba el espendrún. Me gustaba lucir mis atributos de negra — .

Cuando me contó las palabras de aquel cromañón que era su padre, supuse que armaríamos un plan para enfrentarlo, pero la historia no tuvo términos felices. Ella sucumbió a la presión de la sociedad blanca que dicta que “blanco con blanco y negro con negro”.

Luego, en la Universidad, una profesora muy joven, también blanca, intentó ligar conmigo. Nos llevábamos bien. Teníamos los mismos gustos por la lectura y por la música.

Eso sucedió hasta que soltó un “qué lástima que eres negra, con lo inteligente que tú eres”. Esa fue la primera ocasión que tuve el valor de rebatirle a alguien. Creo que a partir de ahí le rebato a todes les cuestionadores y prejuicioses.

“Qué lástima que seas tan racista”, dije, le di la espalda y me fui. No la volví a ver –la Ruah, que sabe de mis genios, evitó males mayores–, pero el amargor que me dejó bastó para ser radical.

Para mí no solo es importante que la persona no sea racista, sino antirracista, como leí hace poco, no-machista sino feminista, no solamente homosexual o bisexual sino abiertamente fuera del clóset

Desde ese momento y hasta ahora mi filtro para ligar con muchachas giró 180 grados. Empezaron a ser muy importante otras actitudes más allá de la preocupación por cultivar el intelecto o tener ciertas afinidades. Para mí no solo es importante que la persona no sea racista, sino antirracista, como leí hace poco, no-machista sino feminista, no solamente homosexual o bisexual sino abiertamente fuera del clóset y así la lista de “cosas con las que jamás conviviré” en una relación.

Hasta ahora he contado mi experiencia “amorosa” con muchachas blancas. Pero, ¿cómo han sido mis relaciones con muchachas negras? La negra más orgullosamente negra que he conocido me dice un día: “Yuliet, me gustas”. “Resuelto, tú a mí también”, respondo.

Luego de varios meses juntas me comenta: “Una de las tantas razones por las que estoy contigo es porque eres igual que yo. Tienes bemba, pelo, nariz, ojos igual que los míos”.

A estas alturas puedo comprenderla. Vivir en la Universidad donde la mayoría de les estudiantes son blancxs, salvo algunes extranjerxs, donde les profesorxs son blancxs, donde les trabajadorxs de oficina son blancxs, donde hasta les héroes/heroínas e investigadorxs son blancxs y encontrarse cuasi-sola es apabullante.

Ser mujer negra y lesbiana es una bendición, sí. Y lo es más cuando decides imponer, romper, agraviar, infringir, denunciar la cultura blanca cis-heteronormativa tan cruel y redireccionas tu identidad hacia la verdadera soberanía.

No es hasta que tomas conciencia de saber re-presentarte desde lo negro que comienzas a deconstruirte de esos imaginarios y prácticas colonizadoras

No es hasta que tomas conciencia de saber re-presentarte desde lo negro que comienzas a deconstruirte de esos imaginarios y prácticas colonizadoras para encontrar tu esencia, tu historia, tu orgullo.

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Roly/Rita: la “abuela de los gays” en Ciego de Ávila

Roly es un tipo que no está en ná, dicen quienes le conocen y parece cierto. No tiene Facebook ni Instagram para ser “sociable”, prefiere ir todas las mañanas después de las 10 a La Fontana, una cafetería céntrica avileña, y tomar un café bien fuerte. Roly es muy popular en la Ciudad de los Portales, no por tener dinero — claro está — , tiene tantos amigues que cuando quise escribir sobre él, las referencias llovieron a borbotones sin etiqueta alguna. A priori, ese primer pantallazo cuando lo miras que lo dice todo. Su figura androgénica es tan peculiar como el de Thomas Neuwirth, Conchita Wurst. Salvando distancias, Conchita y Roly son tales artistas que en escenarios diferentes causan el mismo efecto: desgarramiento.

Aunque toda la vida le han dicho Roly, en escena es Rita Rimba Eva. Ahí mismo me dio por preguntar. “Mira, Rita por Rita Montaner, Rimba por la rumba cubana y Eva por la primera mujer del Edén”. Desde los 20 años Raúl Arantón Morejón se desviste de hombre para transformarse en su otro yo. Ya le agarraron los 55 y la magia no se le ha ido. “Tener esta edad es divino, porque los jóvenes enseñan su cuerpo, sus dotes para hacerse ver de la manera que entienden deben verse sexy. Yo, sin embargo, muestro mi alma”.

A Roly las historias le sobran. Me cuenta que por allá por los años 80 “cuando lo de los sanatorios” fue a actuar a ese lugar de exclusión y tristeza para pacientes a quienes el VIH-sida les había tocado las puertas y vivían allí hasta tres meses hasta que les deban “de alta”.

Estaba tan emocionado en esa ocasión que montó su número más popular, una canción de Lolita Flores titulada Que me coma el tigre, “ya te puedes imaginar todo el performance”. Justo al maquillarse se dio cuenta de que se le había olvidado la peluca en su casa y a esa hora no podía regresar. “Cogí unas flores, marpacíficos para ser exacto, y me hice una corona. Me la enganché y salí como si fuera reina con la divinidad en la cabeza”.

No hay una manera exacta de llamarle, lo mismo le dicen Roly cuando se trasviste que Rita cuando toma su café diario. “El punto es que a mí no me importan los nombres, lo que de verdad me llena es que me conozcan y poder contar mis vivencias tanto artísticas como personales”.

Toda la vida se ha dedicado a hacer-ser transformista aunque “esa misma vida” lo ha llevado duro. Dice, además, que ha caminado toda Cuba y la conoce tanto como conoce su casa. Parece un extremismo pero lo cierto es que, aunque 55 años se dice fácil, las canas de Roly se traducen en valentía.

“Cuando todavía esta ciudad no gozaba de lugares para expresar la diversidad de nuestros cuerpos, en algunas ocasiones nos colábamos en el cabaret Las Piñas y ahí hacíamos lo que sabíamos hacer: actuar, bailar, cantar para el público. A veces nos sentíamos mal y nos íbamos para Santa Clara o Camagüey, lugares que siempre han tenido los espacios idóneos para la comunidad trans y aliviábamos el peso de lo inerte de esta tierra”.

Cualquier día y a cualquier hora se le ve caminar el bulevar con el chancleteo de sus sandalias, esas que conocen la felicidad y la desventura, y casi hasta hablan. Con jeans bien desajustados, topecitos de colores, pelo largo –que ahora es corto– y una barba que mantiene siempre, también le llaman “la abuela de los gays”, no por anciano sino por todo lo que ha luchado para que se les reconozca en una sociedad donde el machismo todavía está enquistado.

La gente de su solar de 40 cuartos le admira y lo ve ir viernes tras viernes a El Bohemio para actuar y regresar solo con propinas. Los 100 pesos que le pagan por hacer arte son tan ínfimos como las condiciones de trabajo que les ofrecen. “El abuso que tienen con nosotros no sé ni cómo explicártelo”, me dice como quien tiene una carga encima y quiere soltarla.

“He viajado toda Cuba y, para ser realistas, en todas las provincias hay bares o cabarets con una programación diseñada y acorde para la comunidad LGBTI, con las condiciones necesarias. Aquí en Ciego pareciera que no existe esa conciencia ni ese arte. La mayoría, por no decirte todos los transformistas, porque hasta ahora solo se hacen show de hombres, no son profesionales. Un día citaron para la evaluación en Varadero y nos lo dijeron tarde, así que no ganamos por ninguna empresa de espectáculos ni somos representados por ninguna agencia. Todo lo que hacemos lo hacemos, como bien reza el dicho, por amor al arte”.

Mientras tomo apuntes de sus palabras insiste que copie bien a ver si algún día alguna persona de las que tiene que leer, lo lee y hace algo. “Una cosa es pajarería y otra cosa es arte. Te digo más, si fueran lo mismo también hay que defender nuestro espacio. Lo que hacemos tiene tanto valor como los espectáculos que les pagan cientos y cientos de dólares a bailarines o cantantes en la cayería norte”.

“¿Has ido a El Bohemio algún viernes?”, me pregunta como para certificar la valía de los argumentos que, durante toda la conversación, ha soltado como disparos. “No se trata de talento, el talento está en unos más que en otros, pero está. Lo que falta es gestión y respeto hacia nuestro trabajo. Llega a veces el desánimo y uno se cansa”.

Roly tal vez no sabe que las palabras nunca, nunca quedan en el aire por más que se digan bajito y que no está solo en esto, que todos ellos no están solos en esto, que nadie, nadie está solo en esto.

Más allá de las condiciones en cuanto al espacio físico que han logrado tener hasta ahora hacen falta condiciones legales, y 2020 promete cumplir algunas demandas pues le han dicho que hay probabilidades de obtener el aval por el Centro de la Música y los Espectáculos, Musicávila. Él cruza los dedos y toca madera.

Por el momento, ellos, ellas, elles, todos los días seguirán levantándose con los pies bien firmes para luchar por su pedacito, en el que la dicha se trasviste en la magia de Rita, cubanísima como la rumba de su apellido y la mujer que en Eva encarna la vida.

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